Cumpleaños en familia

Por Pablo Pacheco Avila

El día amaneció radiante y el cantío de los pájaros presagiaba buenos augurios. Semanas atrás, mis hermanos planificaban celebrar el cumpleaños del menor de ellos y no había excusas para faltar. Toda la familia iría para su residencia en West Palm Beach.

La noche anterior, se me hizo imposible conciliar el sueño y no era producto del cansancio por el trabajo, sino que mi pensamiento estaba en Cuba, en cada celda de las tres prisiones en que estuve confinado por 87 meses. ¡Cuántas veces soñé pasar un cumpleaños con mis hermanos para despertar en la añoranza y la frustración.  Esta vez, sin embargo, el deseo se transformaba en realidad, pues en unas horas estaríamos todos juntos después de 14 años de separación. La excitación no me dejaba dormir

Mi hermano menor abandonó Cuba dos años después que lo hiciera mi madre. Ambos encontraron refugio en la nación que la dictadura nos inculcó odiar y, como paradoja de la vida, es la nación que siempre abre sus puertas a los perseguidos; donde los cubanos se sienten más identificados con su terruño, el espacio donde encuentran lo que les robaron hace 52 años: La Libertad.

Jhonny, mi hermanito, nunca ha querido regresar mientras en su patria no exista democracia, y mi pobre madre cometió el “pecado “de tener  un hijo contrarrevolucionario. A esto se suma una foto de ella con el ex presidente de los EEUU,  George W Busch, pues en cierta ocasión se reunieron y el mandatario se solidarizó con los presos políticos cubanos. Fue la cruz: a mi madre nunca más las autoridades de La Habana le permitieron pisar el suelo que la vio nacer.

 Fue para ella una herida profunda que la hizo adoptar una posición irreconciliable con la tolerancia. Desde entonces, sus argumentos son dominados por la pasión y no por la razón. La comprendo, como también comprendo a tantos y tantos cubanos cuya vida se ha convertido en un calvario por no poder regresar, o por no querer regresar a lo que mucho se ama: la patria, a pesar de tener muchas cosas con las que jamás soñaron cuando decidieron partir al exilio.

Como suele suceder en cada fiesta cubana, en esa primera fiesta de aniversario en familia asamos un cerdo, cocinamos moros, yuca, tamales, ensaladas y no pudo faltar la cerveza y el pastel. Mi otro hermano, Ale, debiera dedicarse a la cocina pues lo hace excelente.

Mientras bailábamos, comíamos y charlábamos, escudriñaba cada rostro familiar y los amigos invitados. Vi en mi hijo, madre y hermano menor una alegría superior, si es cierto que el rostro es el reflejo del alma, entonces la felicidad existe aunque muchos lo nieguen.

La velada terminó como terminan todas las fiestas cubanas en el exilio, hablando de lo que más nos duele, de lo que más nos inquieta, de lo que soñamos a diario, incluso despierto: la libertad de nuestra Isla.

 En la noche pedí, pedí mucho a Dios por la familia cubana; rogué por la unión de los seres queridos, lloré por culpa del odio y la intolerancia. Pero a la vez sentí mucha paz y tranquilidad, pues a pesar del mar y la dictadura, Cuba sigue siendo un solo pueblo unido en la familia y el amor al país.

Ahora, antes de ir a trabajar, agradezco a Dios por devolverme lo que me robaron quienes se creen dueños de nuestro país; ese momento que otros aún no tienen de compartir en familia.